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Por una teoría revolucionaria del imperialismo

Supongamos un país donde existen diferencias salariales (o de ingreso, por hablar más generalmente) del orden de 10 a 1. Supongamos, además, que la mayoría de la población obrera oscila más bien en torno a la parte baja de la distribución, mientras que sólo una minoría relativamente privilegiada de trabajadores se encuentra en el rango superior de salarios o ingresos.

En el plano nacional, esta diferencia resulta inmediatamente visible. Por ejemplo: cualquier español comprende la brecha (relativa, pero sustancial) entre un trabajador que cobra el salario mínimo y un trabajador que ingresa mensualmente 12.000€.

Supongamos ahora que, mediante una serie de razonamientos teóricos de enorme abstracción (es decir, mediante un ejercicio de gimnasia mental) sobre el «interés histórico objetivo» de todos los trabajadores por el socialismo, los comunistas españoles deciden ignorar la diferencia en las condiciones materiales de vida, y, por tanto, de conciencia, entre los obreros que cobran el salario mínimo y los trabajadores que cobran 12.000€ al mes. Supongamos que los comunistas españoles deciden intervenir políticamente, sobre todo, entre los sectores minoritarios que ingresan 12.000€ mensuales, apoyando sólo secundariamente (o incluso ignorando explícitamente) la lucha de los trabajadores que se encuentran en la base de la pirámide salarial.

Supongamos, en definitiva, que los comunistas españoles, tratando de legitimar una práctica política incoherente con el sentido común de la tradición comunista y sus objetivos revolucionarios, ignoran las diferencias entre el modo de vida y las formas de conciencia de los obreros con salario mínimo, por un lado, y el modo de vida y las formas de conciencia de los obreros más favorecidos económicamente, por otro. Muchos nos veríamos tentados a suponer que, bajo su fraseología sobre el «interés objetivo» de todos los obreros por el socialismo, el programa de nuestros comunistas españoles no apunta, en el fondo, hacia la revolución socialista.

Pues bien: ninguno de estos “supuestos” es realmente un supuesto. El cuadro anterior constituye una imagen aproximada de la actitud que los comunistas occidentales adoptan, en mayor o menor medida, con respecto a la estratificación internacional del proletariado. Lo que en el estrecho plano nacional les resulta evidente, desaparece de su análisis, en cambio, cuando se trata de comprender la dinámica de la lucha de clases a escala planetaria.

Esto supone un problema estratégico de primer orden. Los países capitalistas avanzados —pese a las predicciones de Marx y Engels, de los socialdemócratas de la Segunda Internacional e incluso de Lenin y los bolcheviques— no han conocido ninguna revolución socialista triunfante. Podemos ignorar selectivamente el materialismo histórico y explicar esta larga sucesión de fracasos mediante la falsa conciencia del proletariado occidental, la traición de sus líderes políticos o algún otro factor de orden ideológico. Sin embargo, la explicación reside, como el propio Lenin ya supo intuir hace un siglo, en las condiciones objetivas del imperialismo. No es la conciencia la que determina el ser social, sino el ser social el que determina la conciencia (Marx dixit). No se trata de que la conciencia política del proletariado europeo o norteamericano haya sido manipulada por la burguesía, ni de que los dirigentes comunistas de Francia o Alemania hayan fallado a los intereses revolucionarios de su clase; se trata, simplemente, de que la conciencia política de los obreros occidentales ha discurrido en paralelo a sus propias condiciones objetivas de existencia.

Los comunistas occidentales, bien por dogmatismo e incapacidad teórica, bien —más probablemente— porque ellos mismos proceden de las filas de esta aristocracia obrera, han sido incapaces durante varias décadas de comprender la magnitud y la importancia de la estratificación internacional del proletariado. Durante los años 60 y 70, el impulso de las luchas de liberación nacional produjo, correlativamente, un esfuerzo intelectual destinado a renovar el análisis del imperialismo. La teoría de la dependencia, los debates sobre el intercambio desigual o el análisis del sistema-mundo trataron de avanzar una concepción revolucionaria capaz de identificar y comprender el funcionamiento de un mundo que ya no era ni el de Marx ni, en realidad, tampoco el de Lenin.

Por desgracia, la riqueza de estas investigaciones y de las polémicas suscitadas por el estímulo de un movimiento antiimperialista en ascenso se esfumaron, sin dejar prácticamente ningún rastro, con el reflujo del desarrollismo en el Tercer Mundo y la caída del bloque socialista. De aquellos barros, estos lodos: el comunismo occidental ha abandonado por completo cualquier intención de estudiar la naturaleza concreta del capitalismo de nuestros días.

Esta ceguera tiene unos efectos devastadores sobre la influencia —ya de por sí limitada— que las fuerzas revolucionarias pueden conquistar en los centros del sistema imperialista. El razonamiento es sencillo. Sin una teoría revolucionaria, no podemos comprender la estratificación internacional del proletariado. Sin comprender la estratificación internacional del proletariado, no podemos clarificar las tareas políticas de los comunistas occidentales. Sin clarificar las tareas políticas de los comunistas occidentales, no hay manera de forjar una línea política independiente. Y, sin forjar una línea política independiente, estamos condenados a asumir los intereses políticos de la base social del movimiento obrero y socialista occidental; es decir, los de la aristocracia obrera.

Nadie ha sido capaz de encontrar, por ahora, una solución satisfactoria a los problemas que derivan de esta coyuntura. Nadie ha logrado ofrecer una respuesta firme a los interrogantes que la división internacional del proletariado suscita. Y ello nos obliga a tomar acción.

Podemos, sin duda, esperar pacientemente a que la soberanía económica del Tercer Mundo elimine el parasitismo que corrompe desde hace 150 años al movimiento obrero de los países ricos, y, sin saber muy bien cómo ni por qué, su (re)proletarización lo conduzca hacia la revolución socialista antes que hacia el fascismo. O podemos, por el contrario, seguir el ejemplo de los grandes teóricos y líderes revolucionarios del pasado, y, dedicando nuestra inteligencia al esclarecimiento del mundo en el que vivimos, alumbrar las tareas que esperan —en el sentido más literal, puesto que llevan décadas siendo ignoradas— a las fuerzas revolucionarias del Primer Mundo.

¿Somos minoría? Sí. La propia naturaleza del marco social de los países imperialistas nos condenará, todavía durante algunos años, a ser una minoría. Pero una minoría consciente de sus tareas teóricas —y, por lo tanto, capacitada para emprender con éxito sus tareas prácticas— puede comenzar a subsanar ya, desde este mismo instante, los graves defectos que limitan el alcance del programa antiimperialista en los centros del sistema.

Necesitamos, por lo tanto, poner manos a la obra. Las luchas por la independencia económica del Tercer Mundo vuelven a estar a la orden del día. La correspondiente ofensiva del imperialismo, también: la guerra de la OTAN contra Rusia y la violencia colonial de Israel contra el pueblo palestino forman parte de un teatro global de guerra que nos encuentra desarmados, tanto teórica como prácticamente.

Debemos recuperar el rigor y la ambición propios de las grandes tradiciones del antiimperialismo; debemos, también, elaborar un análisis actualizado del imperialismo, capaz de superar los estrechos límites de las concepciones que hoy son tan habituales; y debemos, en definitiva, identificar rigurosamente las condiciones y los medios a través de los cuales podremos contribuir, con nuestro grano de arena, al movimiento emancipatorio de los pueblos oprimidos por el imperialismo.

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