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¿Made in America o pagado por el Sur? Los aranceles de Trump y el intercambio desigual

Las propuestas arancelarias de la administración Trump, además de generar una gran inestabilidad financiera y diplomática durante los últimos días, han tenido un curioso efecto secundario. Ya no sólo en el seno de la izquierda, sino también dentro de entornos conservadores, muchos se han visto forzados a admitir que el nivel de consumo de la población estadounidense depende, en buena medida, de la importación de productos baratos. O, dicho de otra manera: que las actuales condiciones de vida de la población estadounidense serían impensables sin la existencia de un enorme flujo de mercancías baratas procedentes del resto del mundo.

Reconocer esta obviedad suele ser plato de mal gusto incluso entre las filas del movimiento comunista, acostumbrado a “absolver” al proletariado de los países occidentales de cualquier tipo de participación en los frutos del saqueo imperialista. Sin embargo, la fuerza de los hechos —es decir, la amenaza de que los aranceles de Trump hagan peligrar el relativo bienestar del que gozan hoy amplios segmentos de la población estadounidense— ha hecho saltar alarmas. Inmersos en debates estériles sobre la mayor o menor conveniencia del proteccionismo o del librecambismo, muchos han tenido que conceder, pese a sus divergencias ideológicas, que la riqueza de Estados Unidos se nutre ampliamente de su comercio exterior.

Los Estados Unidos son, en efecto, el país con el mayor déficit comercial del mundo. En 2024, su déficit anual total ascendía a casi un billón de dólares, y el déficit en comercio de bienes, a más de 1.2 billones de dólares [1]. No obstante —y aquí radica la clave del problema— el déficit sería incluso mayor si una gran parte de estas importaciones no procediesen (parcial o completamente) de los países del Sur global. Por ejemplo, las redes sociales y algunos medios de comunicación han reflotado un artículo de Forbes, publicado en 2018, donde se advertía del hecho de que un iPhone manufacturado completamente en Estados Unidos podría llegar a costar entre 30.000 y 100.000 dólares [2]. Aunque seguramente exagerada, esta afirmación apunta en la dirección correcta: relocalizar la producción de los bienes importados desde el Sur global implicaría un encarecimiento masivo de dichos productos.

La amenaza proteccionista de Trump plantea, pues, un dilema donde ninguna de las opciones resulta demasiado apetecible. Por un lado, relocalizar la producción parece imposible no sólo en términos logísticos, sino, sobre todo, porque el nivel salarial estadounidense elevaría excesivamente el precio de las mercancías —o, alternativamente, porque la necesidad de mantener la rentabilidad de la producción obligaría al capital estadounidense a pulverizar los salarios locales—; por otro lado, continuar importando las mismas mercancías, pero con precios gravados por los aranceles, dañaría también de una manera notable el nivel de consumo de la población estadounidense. Siguiendo con el ejemplo del iPhone, algunas estimaciones más recientes sugieren que, en caso de que se implementasen realmente los aranceles propuestos, el precio del modelo más caro del último iPhone podría elevarse de 1.599 hasta 2.300 o incluso hasta 3.500 dólares [3]. Hablamos, por tanto, de un incremento del precio que podría oscilar entre el 40% y el 120% de la cifra actual.

Lo que aquí se dice del iPhone puede, por supuesto, extenderse a cualquier otra mercancía para el consumo de masas importada desde el extranjero. Así pues, ¿qué sucedería si el precio de todos los productos importados por Estados Unidos aumentase un 50%? Que, en ausencia de un drástico incremento de los salarios, el nivel real de consumo de la población estadounidense tendría que caer sustancialmente para adaptarse al nuevo nivel de los precios. Los aranceles no suponen, en este sentido, más que un pequeño anticipo de lo que ocurriría en caso de que la economía estadounidense se viese obligada a comprar más caro al resto del mundo.

Esta posibilidad refleja el hecho básico sobre el que todas las teorías del intercambio desigual han llamado la atención durante décadas, a saber: que los países ricos compran barato y venden caro, mientras que, a la inversa, los países pobres compran caro y venden barato. Esta asimetría comercial entre los países ricos y los países pobres, que constituye el mecanismo fundamental de la explotación imperialista en nuestros días, se encuentra en la base de todas las discusiones sobre los aranceles de Trump. Pero, ¿cómo opera exactamente el intercambio desigual?

Imperialismo y comercio internacional

La sabiduría vulgar de la economía neoclásica afirma, por un lado, que todo intercambio mercantil es un intercambio de equivalentes, y, por otro, que el comercio internacional produce una especialización ventajosa para todos los países implicados. Sin embargo, la teoría del intercambio desigual afirma exactamente lo contrario: en el comercio internacional, unos países ganan y otros pierden. Aunque hay tantas explicaciones diferentes para este fenómeno como autores que han empleado el concepto del intercambio desigual, podemos definir los grandes elementos de la teoría a través de la obra de su máximo representante, Arghiri Emmanuel [4]. Esta breve presentación nos servirá, a su vez, para explicar cómo y por qué los Estados Unidos —y, en general, todos los países ricos— se enriquecen a costa de los países pobres mediante el comercio.

En la formulación de Emmanuel, la teoría del intercambio desigual se limita a comparar el precio de las mercancías destinadas al comercio internacional en dos escenarios distintos: uno donde la movilidad internacional de la fuerza de trabajo produce una tendencia hacia la ecualización de los salarios a escala mundial, y otro donde, por el contrario, la relativa inmovilidad internacional de la mano de obra permite sostener enormes diferencias salariales entre unos países y otros. En el segundo caso —que describe adecuadamente la realidad del capitalismo de nuestros días—, la estructura internacional de precios resultante produce, a través del libre juego de las fuerzas del mercado, un deterioro en los términos de intercambio de los países de bajos salarios. Este deterioro permite, por tanto, a los países de salarios elevados comprar más por menos y, a la inversa, obliga a los países de bajos salarios a vender más por menos.

Tomemos un sencillo ejemplo numérico, que describe la relación comercial entre dos países A y B [5]. El país A tiene una composición orgánica de capital mayor que B: en este caso, la relación entre capital constante y capital variable es de 2 a 1 en el país A, y de 1 a 2 en el país B. La tasa de explotación, sin embargo, es idéntica en ambos países: la relación entre el plusvalor y el capital variable es de 50 a 100 en A, y de 100 a 200 en B, de modo que la tasa de explotación asciende a un 50% en ambos países. En condiciones de libre movilidad del capital entre A y B, se formará una tasa media de ganancia —equivalente a la ratio entre el plusvalor total y el capital inicial invertido por ambos países— del 25%. Fijada esta ganancia media, el precio final de las mercancías de A y B ascenderá a la suma del valor del capital inicial invertido más una ganancia del 25%. Como la suma de capital inicial era la misma en A y en B, el precio de sus respectivas mercancías se situará, por tanto, en 375.

País Capital constante Capital variable Plusvalor Valor del producto Tasa media de ganancia Precio
A 200 100 50 350 25% 375
B 100 200 100 400 25% 375
Total 300 300 150 750 25% 750

Bajo estas circunstancias, la balanza comercial de ambos países está en equilibrio. Es cierto que el país de menor composición orgánica del capital suministra una mayor masa de valor (400) de la que expresa el precio de sus mercancías (375), mientras que, a la inversa, el país de mayor composición orgánica del capital obtiene más valor (375) del que realmente incorporan sus mercancías (350). Sin embargo, esta forma de no-equivalencia, que Emmanuel denomina intercambio desigual «en sentido amplio», no constituye el mecanismo clave de la explotación internacional. La pregunta fundamental es otra: ¿qué sucede cuando —como ocurre, de hecho, en la economía capitalista mundial— los salarios de A y B divergen con respecto al estado de equilibrio inicialmente considerado?

Supongamos que, por las razones que sean, los salarios aumentan en A y disminuyen en B, de tal manera que la magnitud del capital variable pasa de 100 a 110 en el caso de A, y de 200 a 100 en el caso de B. Si las condiciones técnicas del proceso de trabajo no cambian y el valor final del producto permanece inalterado, entonces la diferencia salarial repercute exclusivamente sobre la magnitud del plusvalor, que aumenta o decrece en la misma medida en que varían los salarios. Así, el plusvalor disminuye de 50 a 40 en A, pero aumenta de 100 a 200 en B. La tasa media de ganancia se eleva ahora hasta el 47%, y, por tanto, el precio final de las mercancías de A y B pasa a ser de 456 y 294, respectivamente.

País Capital constante Capital variable Plusvalor Valor del producto Tasa media de ganancia Precio
A 200 110 40 350 47% 456
B 100 100 200 400 47% 294
Total 300 210 240 750 47% 750

Bajo estas nuevas circunstancias, el país B se ve forzado a incrementar la magnitud de sus propias exportaciones si quiere —o simplemente necesita— continuar importando la misma cantidad de mercancías que antes importaba de A. En otras palabras: el país B termina ofreciendo más a cambio de lo mismo, porque la variación de los precios originada por la divergencia salarial entre A y B beneficia al país que experimenta el aumento de los salarios, mientras que, por el contrario, perjudica al país que experimenta la disminución de los salarios. En concreto, B necesita aumentar un 55% la cantidad de producto exportado para obtener a cambio la misma cantidad de producto que antes recibía de A. Por tanto, el resultado de los nuevos precios internacionales es que el país A, sin haber incrementado un ápice su nivel de producción, puede apropiarse ahora de una cantidad mayor del producto de B. Esta apropiación puede medirse en términos de valor, de horas de trabajo o de recursos empleados en la producción, pero, sea cual sea el criterio, constituye una transferencia neta de riqueza desde los países de bajos salarios hacia los países de salarios elevados.

De esta teoría se siguen dos conclusiones fundamentales:

  1. La simple operación de las leyes del mercado puede dar lugar, incluso en ausencia de otros factores condicionantes (distorsión monopolista de los precios, coerción político-militar, exportación de capital, etc.), a unas relaciones de explotación internacional basadas en la apropiación sistemática de un excedente de valor, recursos o trabajo ajeno por parte de los países ricos.
  2. El elevado nivel de consumo de los países ricos se apoya, al menos en parte, sobre la apropiación continuada de este excedente de valor, recursos o trabajo ajeno que los países de bajos salarios transfieren “gratuitamente” a los países ricos mediante la relación del intercambio desigual.

La primera conclusión es importante, porque explica cómo la división internacional del trabajo genera y reproduce una dinámica de desarrollo polarizado a escala mundial; la segunda, porque explica cómo el consenso social dentro de los países ricos se sostiene mediante la explotación de los países pobres. Así, mientras el violento régimen fronterizo de los Estados occidentales impida la libre movilidad de la mano de obra, y, por tanto, el proletariado mundial permanezca dividido por una enorme brecha salarial [6], el comercio exterior continuará subsidiando el elevado nivel de consumo de los países ricos.

Proteccionismo y librecambismo

Bajo este punto de vista, los planes proteccionistas de Trump amenazan con dirigir la economía estadounidense hacia una encrucijada. A fin de cuentas, para los países imperialistas, la reducción del flujo de mercancías baratas procedentes del Sur global abre tan sólo dos posibilidades: o bien un drástico descenso en el nivel de consumo de la población local, que perderá tanto poder de compra como aumenten los precios de sus importaciones y/o de los productos locales sustitutivos; o bien un enorme incremento del trabajo realizado por la propia población local, que deberá aumentar su ritmo de producción tanto como lo requiera mantener el nivel de consumo del que disfrutaba hasta ahora.

Existe, sin duda, una vía alternativa a este dilema: la instauración de un modelo de planificación socialista, capaz de administrar racionalmente los recursos y de orientar la producción hacia la satisfacción de las necesidades elementales de la sociedad en su conjunto. Por desgracia, a corto y medio plazo, este camino parece el menos probable de todos, precisamente porque el intercambio desigual lleva décadas alimentando la conciliación de clases en el seno de los países ricos. Sólo la ruptura del modelo de acumulación imperialista —con todo lo que ello implica— puede quebrar este consenso y sentar las bases para la transición mundial hacia el socialismo.

Mientras tanto, numerosos sectores de la izquierda han decidido posicionarse en contra de las propuestas de Trump y en defensa del libre comercio, argumentando que favorece el desarrollo más puro de la lucha de clases, que se trata de la postura marxista ortodoxa o, simplemente, que el proteccionismo constituye una política esencialmente reaccionaria. Todas estas justificaciones son erradas. A fin de cuentas, en condiciones de intercambio desigual, el libre comercio no implica más que la prolongación de los flujos de riqueza desde el Sur global hacia las economías centrales del imperialismo.

Esto no significa que debamos apoyar, por contraste, las políticas arancelarias de Trump. Lo que debemos hacer es resituar los debates en su verdadero contexto. Y, aquí, el problema no consiste en decidir cuál es la solución más favorable para la población estadounidense, sino en comprender a qué precio se compra dicha “solución”. Porque, si el bienestar de una minoría del proletariado mundial pasa por mantener la miseria del resto, entonces debemos ser muy claros: cualquier marxista occidental que defienda el libre comercio no defiende, en última instancia, más que la perpetuación de sus propios privilegios. Por tanto, sólo desde una posición genuinamente antiimperialista podremos superar esta concepción obsoleta del marxismo, desarrollar una posición política independiente y contribuir, de este modo, a la superación revolucionaria del modo de producción capitalista.

Notas

[1] https://www.bea.gov/data/intl-trade-investment/international-trade-goods-and-services

[2] https://www.forbes.com/sites/quora/2018/01/17/how-much-would-an-iphone-cost-if-apple-were-forced-to-make-it-in-america/

[3] https://www.forbes.com/sites/davidphelan/2025/04/10/apple-iphone-panic-buying-reported-before-possible-price-rises—should-you-buy/

[4] Emmanuel, A. (1972). Unequal Exchange. A study of the imperialism of trade. Monthly Review Press.

[5] Sau, R. (1978). Unequal Exchange, Imperialism and Underdevelopment: An Essay on the Political Economy of World Capitalism. Calcutta: Oxford University Press.

[6] Hickel, J., Lemos, M. & Barbour, F. (2024). «Unequal exchange of labour in the world economy». Nature Communications (2024)15:6298.

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